Son muchas las personas que constantemente se quejan del destino, de la vida, de Dios y de cualquier otro sujeto a quien puedan responsabilizar de sus desdichas, reales o supuestas. Nunca reconocen que sus circunstancias presentes son el resultado de sus acciones precedentes. Es decir, simplemente son la consecuencia de las causas generadas por ellas mismas.
Basta leer el muro de Facebook de esas personas para comprobar que, en lugar de compartir comentarios positivos, lo han convertido en la versión virtual del muro de los lamentos. Solo expresan quejas, ayes, maldiciones, increpaciones y otras expresiones por medio de las cuales dejan correr toda la carga de resentimiento que llevan dentro de sí. Dejan un sabor amargo en los corazones de aquellos que leen sus publicaciones con la ilusión de saber qué pasa en sus vidas.
Esta actitud negativa frente a la vida en general es propia de individuos que tienen una visión equivocada de lo que significa la existencia de un ser humano. Para ellos el mundo y los demás valen en la medida en que satisfagan sus intereses egoístas. También tienen un pobre concepto de sí mismos. No se valoran y por esa razón sus explosiones temperamentales son la expresión de las sensaciones de impotencia y frustración que les causa el fracaso de sus caprichos. Entonces, ante tal “catástrofe”, la emprenden contra el “responsable” de esa situación. Si no encuentran una persona concreta para culparla, se regodean de su mala suerte en general. Nadie los quiere, todos los odian. Siempre se preguntan qué han hecho para merecer tanta infelicidad. Dios, para ellos, es un fetiche al cual recurren para pedirle auxilio en los “malos momentos” que puedan vivir. Sin embargo, cuando saborean las mieles de la buena fortuna, es un personaje inexistente. Y si existe, incomoda. Conceptos como humildad, caridad, solidaridad, lealtad y respeto no existen en sus diccionarios.
Es lamentable que muchos jóvenes estén viviendo ese infierno por ausencia de una buena orientación de sus mayores. Crecieron y no cortaron el cordón umbilical de la dependencia emocional y sicológica de sus padres. No asimilaron que la mayoría de edad implica no solo autonomía en términos jurídicos sino la asunción de responsabilidades personales. El “niño” o la “niña” crecieron en estatura y también debieron hacerlo en la formación de su personalidad. Aunque vivan en casa de sus padres y todavía dependan de ellos económicamente, deben comprender que son los timoneles de sus propias vidas con la carga de deberes y responsabilidades que tal actitud implica. Sin embargo, lamentablemente, hay un gran número de ellos viviendo un infantilismo sicológico que los mantiene en un estado permanente de frustración. Son ellos los que más se quejan de la vida, de Dios y de la suerte. No aceptan que sus contingencias son el producto de las actitudes con las cuales afrontan sus relaciones y compromisos y no el resultado del bulling que Dios o el destino ejercen sobre ellos. Dios no matonea a nadie. Al contrario, siempre procura ayudar a sus criaturas. Pero quien decide seguir sus propias equivocaciones, elige el camino de su condenación.
A algunos adultos les pasa lo mismo. El paso de los años y las experiencias de vida no fueron para ellos una fuente de madurez y sabiduría sino la vía dolorosa que los llevó a su calvario actual. Siguen sin asumir responsabilidades. Si eligieron una pareja no fue para encontrar un compañero de viaje con quien compartir la vida, sino alguien a quien señalar cuando la relación no funcione. En el trabajo, si tienen subordinados, imparten órdenes acompañadas de agravios. Si son empleados rasos, no rinden todo lo que pueden desarrollar porque estiman que su salario está por debajo de sus capacidades o que otros ganan más que ellos porque se prestan para cosas indebidas. Por su constante actitud negativa son personas insoportables para aquellos que los rodean, incluso sus propios hijos prefieren tomar distancia para no escuchar sus cantaletas.
La vida no es un paseo y el mundo no es un campo de recreo. Algunas experiencias son duras, hay metas que no se alcanzan y expectativas que no se cumplen. Podemos padecer una enfermedad o sufrir un accidente. Nadie desea pasar por esas eventualidades pero si se presentan debemos aprender de ellas. No son un bullyng invisible sino enseñanzas de vida. El camino para llegar a la sabiduría y conquistar la plenitud espiritual, sin excluir el bienestar material, implica, a veces, atravesar desiertos y capear tempestades.
Los sueños juegan un papel importante en este proceso. Por medio de ellos Dios nos señala los errores que estamos cometiendo y nos indica el camino correcto. Nuestra alternativa es obedecerlo o seguir el rumbo que llevamos. Él es una fuente de orientación que siempre tenemos a nuestro alcance. No debemos dilapidar su deseo de ayudarnos. En la relación de doble vía que debemos mantener con el Ser Supremo basta que pidamos, antes de acostarnos, que nos envíe mediante un sueño la guía que requerimos para tomar las decisiones acertadas.
Candy Delgado