La historia que les narraré a continuación es dolorosa. Cuesta mucho aceptar que hay amores que matan. A todos nos han enseñado que el amor procura siempre el bienestar del ser amado. Sin embargo, algunas personas entienden ese precepto en un sentido egoísta. Es decir, para ellas la persona que aman les pertenece de manera exclusiva. Lamentablemente, las consecuencias que se derivan de este modo distorsionado de concebir ese sentimiento pueden ser funestas.
La historia es la de Orlando, un joven profesional con una proyección futurista exitosa. Además, se trataba de un hombre de buenos sentimientos que irradiaba una gran simpatía entre sus allegados. Su madre, Ofelia, había enviudado cuando él era un adolescente. Por esa razón ella lo había convertido en el centro de su vida. Orlando, a su turno, adoraba a su madre pero había llegado a un momento crucial: deseaba fervientemente que sus dos grandes amores se conocieran. Ya era hora de presentar mutuamente a Natalia, su novia, y a su madre.
Estaba convencido que había elegido a la mujer perfecta y a la compañera ideal. Natalia era una chica muy guapa, elegante e inteligente. Eran colegas de profesión y, en su opinión, esa particularidad sumaba un encanto adicional a la relación. Orlando estaba muy enamorado y, además, convencido que las dos mujeres que amaba podían llevarse muy bien entre ellas.
La fecha del encuentro se programó con todo detalle. Una invitación de Ofelia para que cenaran en su casa fue la oportunidad para llevar a cabo la reunión.
El día del convite Orlando recogió a Natalia en su apartamento y enseguida emprendió la marcha hacia la casa de su madre. Conducía su auto deportivo con más precaución que nunca para evitar inconvenientes. Nada debía retrasar y menos postergar la cita. Además, Ofelia se había esmerado en preparar un plato exquisito para deleitar los paladares de ambos. Él había comprado sendos ramilletes de rosas para halagarlas y una botella de vino tinto de reserva. Sonreía satisfecho y entusiasmado por el futuro acontecimiento.
Natalia, como siempre, vestía con elegancia. Mientras recorrían las calles camino a su destino sus pensamientos no eran tan entusiastas como los de su novio. Había oído varios rumores relacionados con su suegra que la llenaron de prevenciones contra ella. Decían quienes manifestaban conocerla que era una mujer posesiva e intransigente. Según ellos, Orlando cumplía su voluntad al pie de la letra y fueron varias las novias de él que huyeron despavoridas porque no la soportaron.
Al llegar, después de descender del automóvil, Natalia se aferró del brazo de su novio mientras caminaban por el sendero de piedra pulida y cemento que terminaba en la puerta de entrada de la casa. Quería, de algún modo, dejar constancia de quién era la mujer más importante en la vida de Orlando.
Ofelia abrió la puerta sonriente y besó entusiasmada la mejilla de su hijo quien le correspondió el saludo con emoción. Después, Orlando hizo las presentaciones de rigor. Ambas mujeres se miraron a los ojos y esbozaron una sonrisa fingida. Al fin estaban frente a frente. Natalia estaba convencida que ella era la horma del zapato de Ofelia. No estaba dispuesta a permitir que la arpía de su suegra se interpusiera en su vida. Sabía que su novio la amaba y la deseaba con pasión irrefrenable. Sentía que ese poder que ejercía sobre él era suficiente para doblegar su voluntad cuando así lo quisiera.
Se contemplaron mutuamente por breves instantes como dos fieras celosas. Superado el momento, aparentaron con mucha cortesía sentirse regocijadas por conocerse y pasaron a la mesa para compartir la cena.
La velada transcurrió con normalidad. Durante ese tiempo la conversación giró primordialmente alrededor de anécdotas familiares especialmente de las travesuras de Orlando durante su niñez. Natalia celebró con mucho ánimo cada una de las intimidades contadas por Ofelia y cualquiera, viendo esa escena, podría suponer que eran buenas amigas.
Poco antes de la medianoche se despidieron afectuosamente pero, a pesar de la cordialidad de los abrazos, un tufillo de malignidad flotó en el ambiente.
A la semana siguiente la pareja decidió contraer matrimonio en un plazo de tres meses. Ofelia fue debidamente informada del futuro acontecimiento y a partir de ese instante empezó a urdir una estrategia para acabar la relación de su hijo con la mujer que pretendía arrebatárselo.
El plan lo inició Ofelia mediante el descrédito moral de la prometida de su hijo. Con tal propósito logró la complicidad de algunos inescrupulosos quienes, a cambio de una paga, se prestaron para enviar anónimos a Orlando diciendo que su novia era una mujer de mala reputación que había pagado sus estudios universitarios prestando los servicios de dama de compañía.
A pesar de los esfuerzos realizados en ese sentido por su madre, quien le hizo creer que ella también había recibido esos informes, Orlando no dio marcha atrás y el día señalado celebró sus nupcias con Natalia.
El día del magno acontecimiento para los desposados fue el peor en la vida de Ofelia. No solo se sentía derrotada porque no pudo impedir el casamiento y fracturar la relación, también estaba dolida por el sentimiento de pérdida que la abrumaba.
Natalia, en cambio, estaba radiante. Orlando era totalmente suyo. Al fin había triunfado sobre su suegra. Tenía el pleno convencimiento de que ella estaba detrás de la campaña de desprestigio que se había desatado en su contra antes del matrimonio. Sin embargo, no tenía pruebas para demostrarlo. Por eso decidió mantener un prudente silencio en ese sentido. Pero le quedó claro que la guerra entre ellas había estallado.
Los novios partieron de luna de miel a una ciudad del Caribe y regresaron al cabo de una semana para iniciar su nueva vida. Todo marchaba de maravilla en la pareja pero los planes de ambos eran diferentes en relación a Ofelia. Natalia estaba decidida a mantener a su marido alejado de ella. No quería ningún tipo de relación con su suegra. Orlando, por su parte, pensaba integrar a sus dos amores para que todos fueran felices como familia.
Los problemas empezaron el tercer día después del retorno. Orlando decidió visitar a su madre y quiso hacerlo en compañía de su esposa. Natalia le respondió tajantemente que no. Tampoco ocultó su antipatía hacia Ofelia. Le dijo a su marido que a partir del matrimonio ella era la persona más importante en su vida y no era bueno que saliera y la dejara sola. Él se entristeció con esa actitud y para evitar un conflicto mayor canceló la visita a su madre.
Al día siguiente, aprovechando la hora del almuerzo que siempre consumía en un restaurante cercano a su oficina, Orlando resolvió visitar a Ofelia a espaldas de Natalia. Le parecía vergonzoso proceder de ese modo pero era la única alternativa que tenía para ver a su madre y evitar, simultáneamente, un altercado con su esposa.
El entusiasmo que llevaba se disipó rápidamente cuando fue recibido por su progenitora. Ofelia no disimuló el disgusto que le produjo su matrimonio con Natalia y lo recriminó por haber preferido a una “mujer prepago” por encima de ella que siempre lo había querido como él se lo merecía.
El ánimo de Orlando se fue al suelo. No esperaba la retahíla de reproches que le espetó su madre ni la sarta de insultos y ultrajes contra Natalia. Sintió su corazón herido por una daga invisible y resolvió marcharse inmediatamente. Se fue decidido a no volver jamás.
A partir de ese momento su vida se convirtió en un infierno. No se sentía bien ni cómodo en ninguna parte. La guerra que se habían declarado los seres que más quería lo sumieron en una melancolía permanente. Sabía que nada podía hacer porque él era el objeto de la disputa. Ambas lo querían para sí con exclusividad. El egoísmo que demostraban no tenía límites. Por eso se sentía sumido en un pozo sin fondo de tristeza.
A causa de esta situación, Orlando empezó a beber con frecuencia. Quienes lo rodeaban notaron el cambio evidente que se estaba operando en su aspecto y sus modales. También comenzó a actuar de manera irresponsable en la empresa donde desempeñaba un alto cargo de dirección. Como consecuencia de su apatía para cumplir sus obligaciones fue despedido sin miramientos por sus jefes después de haber sido enaltecido como empleado ejemplar.
El colofón de todos estos episodios tuvo lugar cuando un grupo de caminantes mañaneros encontró en un parque el cadáver de un hombre colgado de un árbol. El hallazgo causó consternación entre los vecinos del sector. Muchos conocían a Orlando como un hombre taciturno en tiempos recientes pero ninguno conocía los motivos que lo llevaron a tomar esa decisión.
Cuando llegaron al sitio las autoridades encargadas de practicar el levantamiento del occiso encontraron en un bolsillo del pantalón un papel arrugado en el cual se leía la siguiente frase escrita con tinta: “No me aman”.
A partir de ese día las noches de Ofelia y de Natalia se convirtieron en un tormento. Aunque ninguna sabía lo que le ocurría a la otra, ambas tenían invariablemente el mismo sueño, la misma pesadilla. Veían a Orlando que caminaba por un paraje solitario pero alejándose de ellas. Él las miraba con ojos tristes y en su rostro se marcaba un gesto de dolor y sufrimiento. Se despertaban sobresaltadas siempre a la misma hora, doce de la noche. Tenían la sensación de percibir la presencia de Orlando, su aroma, y un murmullo ininteligible. Después, no podían conciliar nuevamente el sueño.
Así transcurrieron ocho días. La desazón las consumía y cada una, por su lado, decidió acudir a la parroquia para explicarle al sacerdote el extraño fenómeno que le ocurría y solicitar su orientación. Sin saberlo, las dos se presentaron a la misma hora al despacho parroquial. Se sorprendieron mutuamente cuando se encontraron en el recinto. Se miraron y no acertaron a pronunciar palabra alguna por la sensación de incomodidad que cada una experimentaba.
En ese momento el cura párroco se asomó a la puerta del gabinete privado y las vio. Se acercó a ellas y las saludó con amabilidad. No parecía extrañado por verlas ahí. Ya las conocía porque eran parte de su feligresía pero, además, fue el celebrante en la ceremonia donde contrajeron matrimonio Orlando y Natalia. Enseguida las invitó a pasar a su oficina y les dijo que gracias a Dios habían llegado porque tenía la necesidad de contarles su experiencia de la noche anterior.
Les dijo que se había acostado temprano, a las ocho de la noche, y se había dormido profundamente. Sin embargo, despertó súbitamente cuando escuchó una voz que lo llamaba. Abrió los ojos medio atontado y en la penumbra miró el reloj de pared de la alcoba. Eran las doce de la noche. De pronto, frente a él, delante de la cama, vio la figura difusa de un hombre que empezó a hablarle. Estas fueron sus palabras: “Ayúdeme padre, soy Orlando, estoy sufriendo porque las actitudes de mi esposa y mi madre me llevaron a tomar una decisión equivocada. Estoy en la oscuridad, me siento lejos de Dios, espero ser perdonado y regresar para enmendar mi error”. Mientras él hablaba, dijo el cura, sentí, igualmente, la presencia de dos energías más y comprendí que eran ustedes. Entonces supe que nunca lo escucharon ni lo comprendieron.
Ofelia y Natalia cruzaron sus miradas con sorpresa y temor y le dijeron al sacerdote que llevaban varios días soñando con Orlando. Cada una contó su experiencia y después de hacerlo entendieron que el amor egoísta y posesivo que sintieron por él, sumado a la rivalidad frontal de la una contra la otra, desembocó en la fatal decisión que tomó.
Arrepentidas de su comportamiento, ambas pidieron perdón a Dios y asumieron el compromiso de cambiar aunque solo fuera un consuelo porque Orlando ya no estaría ahí físicamente para ellas.
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